El 8 de septiembre de 1990, la tenista argentina venció a Steffi Graff y alzó el único Grand Slam que conquistó en su brillante carrera


¿Qué pasa por la mente de alguien que persiguió toda la vida una meta y no la alcanzó? ¿Cómo se siente la persona que dedicó toda su existencia en forma insistente a un mismo objetivo y al final se quedó con las manos vacías? Preguntas que no puede responder Gabriela Sabatini, sencillamente porque no tiene que hacérselas: el sueño de su niñez fue ser tenista profesional y ganar un torneo de Grand Slam. Ese sueño se hizo realidad el sábado 8 de septiembre de 1990, y ya son 30 años de aquello.

“Nunca imaginé semejante alegría y liberación”, dijo Sabatini tres décadas después de aquel gran triunfo de 6-2 y 7-6 (7-4) sobre la alemana Steffi Graf en la final del Abierto de Estados Unidos. “Haber ganado ese Grand Slam fue quizás el momento más importante en mi carrera tenística, sentí que todos esos años de esfuerzo, compromiso y dedicación se hacían realidad, que mi sueño se cumplía en ese momento”.

El muy extraño 2020 de la pandemia del coronavirus es, pese a todo, un año de celebraciones para Sabatini. Cumplió 50 en mayo y ahora llega el recuerdo de aquellas dos semanas en Nueva York que le cambiaron la vida. Porque así como vale la pena preguntarse qué hubiera sucedido de ganar aquella final de Wimbledon 1991 sobre Graf (la respuesta es sencilla: se habría convertido en la número uno del mundo), también podría imaginarse cuál sería su balance de no haber alzado nunca un trofeo de Grand Slam.

Sabatini es, para muchos en el mundo del tenis, la no número uno más injusta de la historia. Llegó a ser tercera del ranking, pero incluso más importante que eso es que marcó una época en el circuito femenino. Nadie que la haya visto jugar olvida aquel revés de otro mundo ni la plasticidad de su muñeca. Y nadie que la haya tratado en aquellos años habla mal de ella.

Tan grande era su talento, que el tenis profesional la encontró muy pronto, cuando se le terminaban los 13, lo que explica en parte que pusiera fin a su carrera a los 26, seis años después de conquistar Nueva York con un juego inusual. Ya en las etapas decisivas del certamen, su entrenador, el brasileño Carlos Kirmayr, la había convencido de que dejara el fondo de la cancha, donde libraba a veces eternos y desgastantes intercambios con sus rivales, y que buscara mucho más la red.

“Empecé a disfrutar mucho de ese juego, me daba otras cosas, otras variantes y otros desafíos”, recuerda Sabatini, que hoy pasa buena parte del año en Zurich, donde encontró su lugar en el mundo. Mucho deporte, con la bicicleta como gran pasión, es parte de su receta para ser feliz en Suiza, aunque pasa también temporadas en Miami y en Buenos Aires.

Aquella Sabatini exuberante de 1990 funcionó a la perfección en los primeros cuatro partidos, que ganó sin perder un set y cediendo apenas 13 juegos. Sufrió en los cuartos ante la rusa Leila Meskhi, a la que venció 7-6 (7-5) y 6-4, y pasó la prueba de fuego en semifinales con la estadounidense Mary Joe Fernández, un 7-5, 5-7 y 6-3 en el que se sacaron chispas.

Años después, en los cuartos de final de Roland Garros, Mary Joe le ganaría un partido que perdía 6-1 y 5-1. Fernández se impuso 1-6, 7-6 (7-4) y 10-8 tras recuperarse de múltiples match points. Aquello fue un punto de inflexión en la carrera de Sabatini, un golpe demasiado fuerte que probablemente acortó la duración de su carrera. Cuando escucha eso, a Mary Joe la recorre un escalofrío: “Ay, no me digas eso, no quiero ser responsable de eso”.

Pero en aquellos días neoyorquinos de 1990 la Sabatini de 20 años era pura confianza y optimismo. Soñaba todas las noches con que alzaba el trofeo del US Open. Por eso, cuando llegó el desafío de Mary Joe, una jugadora a la que había enfrentado desde sus años de juvenil y de la que era amiga, Sabatini estaba lista.

“Recuerdo que fue un partido muy parejo y ahí comencé a aplicar lo que venía practicando con mi entrenador, irme a la red en cada oportunidad que tuviera. Lo hice con mucha determinación y confianza. Y en la final, contra Steffi, creo que este tipo de juego ofensivo y también el haberle encontrado la manera de jugarle hizo que pudiera ganar ese partido. Al final, lo único en que pensaba era en jugar cada punto con esa misma estrategia”, recuerda Sabatini.

Aquellas subidas a la red, que por momentos parecían suicidas de tan insistentes y repetidas, desconcertaron a sus rivales, acostumbradas a una Sabatini plantada en el fondo de cancha.

Pero la nueva táctica funcionaría, porque Sabatini se sentía libre y confiada como nunca antes. Lo recuerda bien hoy: “Pienso que cuando se hace lo que a una le apasiona, siente libertad. Más allá de los compromisos y responsabilidades que uno pueda tener”.

Aquellos momentos en los que su tenis explotaba al máximo nivel, con confianza y libertad, le permitieron ganar 27 títulos, entre ellos uno de Grand Slam y dos del Masters de fin de año, además de la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Seúl 88. ¿Podría haber llegado más lejos? Sí. Y podría también haberse quedado en un proyecto más, como tantos de esos que se diluyen en el tránsito de juveniles a profesionales.

Sabatini, y eso es quizá lo más importante de su carrera, es un antes y un después para el tenis de América Latina, porque al calor de sus éxitos surgieron muchas otras jugadoras de gran nivel, aunque ninguna se acercó siquiera al suyo. Eso habla, también, de lo enorme que fue.

Hoy, a los 50 años, ve cada tanto tenis femenino, aunque son pocas las veces que ella misma agarra la raqueta. Impacta, por su impecable y juvenil estampa, cada vez que aparece en un torneo. Y se ríe cuando se le pregunta si alguna vez pensó en vivir cien años.

“No sé si llego a los 100… Pero llevo una vida sana porque me gusta sentirme bien. Trato de disfrutar el día a día. Y esta pandemia quizá nos deje un aprendizaje: tenemos que valorar el presente, los afectos, nuestra libertad. Porque la verdad es que no podemos controlar nada”.