El paso de ASPO a DISPO en el AMBA obliga a reflexionar sobre el grado de gravedad real de la situación epidemiológica actual
A partir del último anuncio presidencial, el AMBA salió del aislamiento y se permite la libre circulación en la ciudad de Buenos Aires, pero se continúa pensando que es necesaria una “nueva normalidad”; es decir “nuevas normas” para sobrevivir. El ser humano tiene la capacidad de controlar su impulsividad y modificar su conducta de forma voluntaria. Considerar que es necesario “obligarlo” para que preserve su salud es tratarlo casi como a una mascota.
Para evaluar el grado de gravedad o falta de la misma de cualquier situación, se necesitan parámetros. Por ejemplo, si una persona está con sobrepeso, se calcula, de acuerdo a una serie de valores de referencia, cuál es su peso esperable o “normal” de acuerdo a sus características físicas y de edad. Para determinar si la cantidad de casos o decesos de una región es normal o esperable, también debemos compararnos con períodos históricos similares y definiciones que guarden cierta comparabilidad, que sean equivalentes. Esa comparación permite evaluar qué tan normal o anormal es el escenario y por ende, qué tan necesarios son o no los cambios en las “normas” o medidas.
La realidad es que a lo largo de este año, se ha observado un fenómeno llamado sustitución. Ha aparecido una nueva infección respiratoria que ha desplazado a las ya existentes y eso ha resultado en que los casos de infecciones respiratorias respecto a años anteriores se mantuvieran estables. Es decir, las gripes y neumonías que veíamos con distintas etiologías, este año las vemos causadas por un nuevo virus. Sin embargo, a pesar de esta sustitución viral, el grado de letalidad de este virus, no presenta variaciones significativas. En 2019, de cada cien pacientes con infección respiratoria aguda, morían 3,7%; durante 2020, de cada cien pacientes de COVID fallecen 3,3%.
Alrededor de 60.000 pacientes fallecen anualmente por enfermedades respiratorias, el 50% debido a Gripe o Neumonías. Los datos oficiales disponibles al momento no muestran un exceso de mortalidad sino que dejan en evidencia que el COVID-19 ha reemplazado la etiología de las Gripes y Neumonías, manteniéndose el total de casos de infecciones respiratorias en las cifras habituales anuales históricas.
A pesar de estas cifras oficiales, se nos transmite desde marzo, de forma constante, el mensaje de que es necesaria una vacuna para retomar la vida normal. Se ha hecho tanto énfasis en transmitir el peligro, que pocos se han detenido a observar las cifras y evaluar si el grado de alarma se correspondía o no con la magnitud de la amenaza existente en nuestra población.
Por lo que se visualiza en los boletines epidemiológicos de la Ciudad de Buenos Aires, en 2020 hay un 22% más de casos graves (en terapia intensiva) respecto a 2019 y en 2019 hubo un 18% más de casos de IRAG (infección respiratoria aguda) que en 2018. Las variaciones están dentro de lo esperable.
Según lo que se ve en los Boletines epidemiológicos históricos, desde 2004 la tasa de notificación de infecciones respiratorias se mantuvo estable hasta el 2009 cuando se triplicó el número de casos de enfermedades tipo influenza y se duplicó el número de casos de neumonías. En esta pandemia de 2020, en cambio, las cifras de casos están dentro de lo esperable (aunque se contabilizan por primera vez los cuadros muy breves o sin síntomas). A diferencia del COVID-19, el virus H1N1 era de mayor riesgo en niños, adolescentes, jóvenes y en personas inmunosuprimidas.
En ese entonces, se optó por el cierre de escuelas durante una o dos semanas, el adelanto de las vacaciones de invierno y la suspensión de todas las actividades que reunieran público, como los espectáculos. No se recurrió al aislamiento total ni a la parálisis de la economía, se confió en la gente y en su capacidad de cuidarse y de tomar medidas de higiene y distancia. México, en cambio, que fue uno de los primeros países en presentar una alta mortalidad por N1H1, debió tomar medidas más profundas de aislamiento teniendo como secuela una caída significativa de su PBI.
A pesar de la sensación que reinaba en Argentina en 2009 de que estaba muriendo mayor cantidad de gente que otros años, la mortalidad anual global por infecciones respiratorias resultó menor respecto al año anterior. Esa experiencia debería servir para el estudio y análisis de las medidas a tomar en la pandemia actual.
Hasta la semana 42 de 2020, en los residentes de Buenos Aires, un total de 61421 casos (un 42,2%) no reportaron síntomas. Es la primera pandemia o epidemia, que dentro de la definición de “caso” incluye y testea a personas que no presentan ningún tipo de molestia (y por ende, que no impactarán las cifras de ocupación hospitalaria). Y lo más extraño es que las personas sin síntomas han formado parte de las sumas de casos que se han reportado a lo largo de este año para justificar las drásticas medidas. En 2009, en cambio, para ser considerado “caso”, se debía presentar un cuadro respiratorio agudo. Si bien se ha hecho énfasis a lo largo del año en contar los casos positivos, han sido los sospechosos negativos los más abundantes. Hasta la semana 42 de 2020, se vieron 453.090 casos sospechosos, de los cuales solo 145.481 fueron positivos. La gran mayoría de los casos sospechosos (68%) han dado negativo al COVID-19.
La humanidad está viviendo una experiencia inédita, donde no se le brinda la posibilidad de elegir cómo cuidar su salud; se ha logrado convencer a todos de que están en constante amenaza de enfermar o morir y de que son incapaces de defenderse de ese supuesto ataque constante al que están invisiblemente expuestos. Sin duda la pandemia existe y las infecciones por este virus requieren cuidados por parte de la población (principalmente los grupos etarios de mayor edad y las personas con factores de riesgo o enfermedades crónicas de todas las edades) y aún falta más investigación, por parte de los científicos.
Nuestra población ya ha superado otras epidemias de mayor magnitud sin defenderse en exceso. Poder visualizar, en su justa dimensión, las amenazas, es clave para adoptar medidas adecuadas. Cada individuo (especialmente quienes no pertenecen a la población de riesgo) debería ser libre de decidir de qué modo desea defenderse de las infecciones respiratorias (además de la higiene y la distancia física), si reforzando su inmunidad natural o con la inmunidad artificial que daría una futura vacuna aprobada. Se debería confiar en la capacidad individual de cuidarse (como se ha hecho históricamente) sin la necesidad de modificar las normas. Se debería invertir en campañas de educación para la salud para enseñar a cuidarse no solo del COVID-19, también para la prevención primaria y secundaria de las enfermedades no transmisibles prevalentes, que causan la mayor mortalidad anual. Hemos superado peores pandemias sin restringir derechos humanos. Ningún virus debería ser usado como excusa para modificar las normas.
En el gráfico de las 4 olas de la pandemia (ver arriba), hay cuatro curvas. La primera corresponde a la mortalidad y a los efectos del COVID-19. La segunda refiere a los déficits de atención que se produjeron por la cuarentena tan extensa y por el temor de la gente sobre todo en las enfermedades más agudas como las cardiovasculares (ejemplo infarto agudo de miocardio o ACV). Hay una tercera curva en donde está la mortalidad y la morbilidad con respecto a las enfermedades crónicas que tuvieron déficit de atención, falta de estudios, controles y de tratamiento. Por último observamos una cuarta curva, la más larga y prolongada, que tiene que ver con el estrés psicológico, la enfermedad mental, la injuria económica y el síndrome de burnout en algunas profesionales como son los agentes de salud. El burnout refiere a una sobrecarga de trabajo, angustia y ataques de pánicos que aparecen muchas veces.
Necesitamos volver a la normalidad habitual, no a una nueva normalidad. Mientras más se trata de prolongar esta situación de estrés, más trastornos hay de enfermedades mentales. En los consultorios estamos viendo un incremento como nunca vimos de ataques de pánico, tanto en jóvenes como en adultos mayores. Una cosa es que debamos seguir cuidándonos de este virus como lo hicimos siempre con los virus: las recomendaciones son el distanciamiento, no estar mucha gente junta en lugares cerrados y preferentemente elegir espacios abiertos. Tener cuidado es esto. Y también sacar los malos hábitos de las grandes ciudades: no viajar más como ganado en el transporte público, por ejemplo, pero sin estar atemorizado, eso daña mucho al ser humano y también la angustia daña el sistema inmunológico. No vivamos aterrados.
En síntesis, no necesitamos una nueva normalidad, sino que necesitamos seguir pautas básicas de cuidado sanitario. Es mucho más importante que haya campañas de educación para la salud, en donde se enseñe a la gente quienes son los que se tienen que cuidar -aquellos con factores de riesgo o enfermedades crónicas, cualquier edad que sea y los grupos etarios mayores y a quienes conviven con ellos- que decir quienes pueden trabajar y quienes no. Es imprescindible a su vez que se hable en esas campañas se hable sobre la prevención primaria y secundaria de los factores de riesgo y de las enfermedades crónicas como la cardiovascular, que es la que produce la mayor mortalidad en el país cada año.
No es la COVID-19 la que produce la mayor cantidad de fallecimientos, sino las enfermedades crónicas no transmisibles, y sobre eso también se hacen campañas, hay muchísimos ejemplos en el mundo, como el de Finlandia que logró a través de las campañas nacionales bajar la mortalidad cardiovascular.
Néstor Perez Baliño es doctor en Medicina, cardiólogo, investigador clínico y fue secretario de Salud de la Nación
Solana Ini es licenciada en Psicología, productora y analista de investigación